EL ORDEN ALFABÉTICO
Publicado en Diario Información el 9 de febrero de 2018
ESPERANDO A GODOT
El
orden alfabético
Semana tras semana
escribo esta sección, gracias a la generosidad de una amiga periodista que
pensó que sería capaz de hacerlo. Ignoro si mi aportación es la esperada, pero
lo que sí puedo afirmar de manera fehaciente es que disfruto mucho haciéndolo.
Sea cual sea el tema que escoja cada semana procuro, con éxito dispar, hacerlo
dándole al menos una pátina literaria, en cuanto a lo que se refiere al aspecto
formal de los textos; otra cosa son los temas elegidos, que pueden gustar más o
menos, incluso a veces molestar. Lamento realmente si así ha sido en alguna
ocasión pero, coincidirán conmigo en que es imposible reflejar el devenir
diario de una ciudad sin criticar a sus protagonistas.
Ese gusto por la palabra
escrita, y también por la adecuada expresión oral, es para mí, más que una
afición, una obsesión. Por eso admiro tanto a la gente que de verdad escribe y
habla bien. Reconozco a quien lo hace y lo hago independientemente de su
ideología o de las opiniones que, en un momento dado, pueda expresar, aunque
difieran radicalmente de las mías.
Advierto, por ejemplo,
la gran maestría de escritores españoles contemporáneos como Juan José Millás.
De hecho, me ha venido a la cabeza este escritor valenciano, aunque madrileño
de adopción, por una novela suya que leí hace años y que es un epítome de un
trabajo literario impecable: El orden alfabético.
El protagonista de El
orden alfabético es Julio, un chico solitario de trece años, acostumbrado a escapar de la
realidad atravesando puertas
imaginarias en busca de mundos alternativos, de horizontes más amplios respecto
a los que delimitan su cotidianidad, confinada entre el ámbito familiar y el
escolar. La novela ha llegado a compararse con Alicia en el país de las
maravillas, de Lewis Carroll, pues en ella lo real se confunde con lo
imaginario en un territorio híbrido, entramado de realidad ficcional y ficción
de la realidad, de temas heterogéneos, a veces antitéticos, y de metáforas. Aún
así, siendo el argumento de esta novela apasionante, lo que me encanta es lo
endiabladamente bien que está escrita.
El problema sobreviene cuando, tras leer a Millás, a Vargas Llosa,
a Roberto Bolaño, a Carmen Martín Gaite o a Isabel Allende, por poner sólo unos
cuantos ejemplos e intentar ser cuidadoso con la “paridad”, uno enciende la
televisión, la radio o coge un periódico y se da cuenta de que en España cada
vez hablamos y escribimos peor.
Muchos achacan esta pobreza del lenguaje al sistema educativo y a
los medios de comunicación, pero lo cierto es que, si fuera cierta esa premisa,
los verdaderos culpables, en el fondo y como casi siempre, serían los
políticos: en primer lugar por su utilización torticera de la educación para
fines espurios; en segundo, por el mal ejemplo que ellos mismos dan en sus
intervenciones públicas.
No quiero decir con ello que todos hayan de pronunciar unos
discursos dignos de Cánovas o de Castelar, pero de ahí a lo que presenciamos
diariamente va un trecho. Les pondré algunos ejemplos, que pueden ustedes tomar
por ficticios o ponerles nombre y apellidos; yo no lo haré, pues como les decía
hay quien se molesta.
Por guardar un orden, como Julio en El orden alfabético
podemos ir de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, pues en el asunto
de tornar el idioma en balbuceo no existen distingos ideológicos, haciendo una
serie de recomendaciones que espero, con toda la modestia del mundo, sean
tenidas en cuenta por los que se den por aludidos.
La primera es recordar que el participio pasado es la forma del
verbo que, en español tiene las terminaciones "ado" o
"ido". Por lo tanto no se puede decir “he mandao”; de forma análoga,
los sustantivos con la misma terminación deben conservar su “d” intervocálica,
de modo que, por favor, la polémica por antonomasia en Elche es en torno al
mercado central, no al “mercao”, por mucho que lo diga una “abogao”.
Conviene también recalcar que la riqueza que nos da tener dos
lenguas, no debe ser confundida con una patente de corso para mezclar ambas. En
consecuencia, cuando alguien, hablando en castellano, quiera referirse a los
errores, descuidos, pasos o dichos desacertados del adversario político, puede
usar una palabra bien bonita: “pifia”.
Si a todo esto añadimos la absurda moda del lenguaje políticamente
correcto, nos encontramos con discursos tan enrevesados y tan incorrectos
léxica y gramaticalmente que “los y las políticas y políticos que se dirigen a
nosotros y nosotras, los y las vecinos y vecinas de Elche/Elx” consiguen
exactamente lo que persiguen: hablar mucho y no decir nada.
“El lenguaje de la verdad debe ser simple y sin artificios”, decía
Séneca. Yo lo suscribo dos mil años después.
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