NI VER, NI OÍR, NI DECIR MALDADES
Publicado en Diario Información el 7 de mayo de 2022
Esperando
a Godot
Ni ver, ni oír, ni decir maldades
Cuántas veces no habremos oído la frase que nos recuerda que la realidad siempre supera a la ficción; y cuántas más no nos habremos sorprendido a nosotros mismos, incluso a los más imaginativos, o a los más ávidos lectores, quedándonos estupefactos ante hechos cotidianos que corroboran de una manera fehaciente esa máxima. Esta semana, sin ir más lejos, el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, una especie de Iván Redondo o, quizás mejor, un trasunto de Grigori Rasputín al estilo de Ferraz, anunciaba en rueda de prensa que el presidente del Gobierno y la ministra de Defensa “también” habían sido espiados por “Pegasus”.
Yo hasta ahora sólo conocía tres Pegaso: el caballo
alado de la mitología griega, la constelación del hemisferio norte de la que aquél
toma su nombre y la no menos conocida marca de camiones españoles que,
prácticamente, monopolizaron el transporte por carretera desde su fundación en
1946 hasta su venta a la italiana Iveco en 1990. Pero ahora, el que no ha sido
víctima del programa de software espía no es nadie: “Espanya ens espia!”,
claman los independentistas. “Las cloacas del Estadoooo”, se desgañitan los
podemitas. “A mí primer”, dice Sánchez, pizpireto. ¡Qué cosas! Los servicios
secretos espiando a los golpistas (con poco éxito, parece ser). Uno de los
partidos que forma el Gobierno, acusando a éste de actos ilegales (paradojas de
la vida). Mientras al presidente del Gobierno le sustraen 2,7 GB de información
de su teléfono (seguramente “selfies” en alta definición subiendo al Falcon o
al Super Puma, no quiero pensar que se haya puesto en peligro la seguridad
nacional).
En Elche, todavía no hay constancia de que ni al
alcalde le hayan robado las imágenes de la Dama de Elche ni a Pablo Ruz las de
la Marededéu que uno y otro atesoran en sus móviles, pero sí es cierto que aquí
también la realidad supera la ficción. De hecho, yo mismo me he permitido la
frivolidad de hacer incursiones narrativas en dos de los artículos de esta
sección, que se supone que es de opinión, hastiado por la actualidad local y
nacional. Si lo recuerdan, esos dos episodios nos presentaban a una pareja de
enamorados, Javi e Inés, en un futuro distópico, aunque no muy lejano: el
verano de 2025. Nuestros protagonistas tuvieron un primer encuentro, un tanto
accidentado, en un piano bar de Alicante (la capital es la capital y aquí no
hay tranvía, diría Carlos González) y otro, más íntimo y tórrido, en la tercera
planta del Mercado Provisional (aquí también la realidad va a superar a la
ficción) y después en el Hotel de Arenales (y aquí también, pues podía haber
sido en el Hotel Boutique “Las Clarisas”, atendidos por un recepcionista
desencantado con la plataforma “Elx no es privatitza”).
Sea como fuere, me van a permitir que les introduzca
un bosquejo del tercer capítulo de la novela, aún sin título, protagonizada por
la pareja de ilicitanos que ya conocen. Les pongo en situación. En esta ocasión
se encuentran pasando unas vacaciones en Japón. Él es arquitecto y ella trabaja
para una multinacional, por lo que, a pesar del 20% de inflación del primer
semestre de 2026 en España, han decidido pasar diez días de agosto en el país
del sol naciente.
Se encuentran en un hotel de Tokio. El aire
acondicionado de la habitación imprime un ambiente muy agradable. En el
exterior, el inmisericorde verano japonés, cálido y húmedo, hace que salir de
día sea una experiencia un tanto desagradable. Las noches no son mejores. Elche
les va a parecer fresquita a la vuelta, bromean. A pesar de todo, la curiosidad
de Javi por los edificios de la capital japonesa y la gran querencia de Inés
por todo lo relacionado con la gastronomía japonesa, les ha impelido a devorar
la ciudad en los cinco días que llevan en ella. Quizás por eso, Javi propone un
plan alternativo para el día siguiente. No le dice a Inés dónde irán, a ella le
gusta que la sorprendan, por lo que él, muy críptico y con una amplia sonrisa,
sólo le avanza que irán al lugar donde nació la máxima que los japoneses
enseñan a los niños, pero que en España pocos cumplen.
Al día siguiente salen muy temprano. Él protegido por
un panamá, ella por una sombrilla de seda. Se dirigen en taxi hasta la estación
de Sendai, donde toman el Shinkansen de la línea Tohoku-Hokkaido. Inés no sale
de su asombro, sobre todo cuando cuarenta minutos después Javi la hace bajar
para hacer un transbordo en Utsonomiya y coger el tren convencional de la línea
Nikko, desde el que pueden apreciar una idílica estampa de los verdes campos de
arroz.
Poco antes de las ocho llegan a Nikko y caminan hasta
el Santuario de Toshogu. La exuberancia del entorno, con un paisaje presidido
por enormes coníferas y bosques de bambú, sólo es comparable con los edificios
que conforman el complejo: los intrincados decorados tallados en la madera, la
pagoda de cinco alturas, los delicados artesonados, presididos por un dragón
llorando que cubre todo el techo, el Nemurineko, o gato dormido sobre la
puerta principal y, por fin, lo que Javi quería mostrarle a Inés: una especie
de retablo que simboliza el ciclo del devenir de la experiencia humana, desde
la tierna e inocente infancia hasta la atribulada y azarosa vida adulta, en el
que aparecen los conocidos como los “Tres monos sabios”, representados por tres
macacos, cada uno de los cuales se tapa respectivamente las orejas, la boca y
los ojos.
“Ni ver, ni oír, ni decir maldades”,
exclama Inés. “Ahora entiendo lo que querías decir. Venga, vamos al pueblo,
te has ganado una invitación a sushi con un sake bien frío.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario