WANDERLUST
Publicado en Diario Información el 19 de marzo de 2022
ESPERANDO A GODOT
Wanderlust
Algunos de ustedes se preguntarán por el motivo y el significado del título de este artículo y les responderé primero desde un punto de vista lingüístico, que me encanta por mi formación como filólogo, y después desde una perspectiva literaria que estoy convencido de que les podrá suponer unas agradables horas de solaz frente a un libro, si tienen a bien seguir las recomendaciones de lectura que les voy a hacer.
La palabra wanderlust es una voz inglesa, tomada directamente del alemán Wanderlust, cuyo significado literal es “deseo de deambular”. El vocablo es un compuesto, a su vez, del verbo wander (desplazarse sin un rumbo fijo), proveniente del germánico occidental wundrōjanan, y del sustantivo lust (deseo, inclinación, apetito sensual), derivado del proto germánico lustuz, aunque otros autores también aluden a una raíz latina lascivus, de la que derivan, también en español, el sustantivo lascivia y el adjetivo lascivo.
Es evidente que ese afán, ese gusto casi lascivo, por viajar ha estado presente en el ser humano desde el principio de los tiempos. Quizás por necesidad, al principio, cuando el hombre paleolítico se organizaba en una sociedad de cazadores y recolectores, pero cada vez más por el mero placer de hacerlo. Lógicamente esa querencia se ha visto reflejada en la literatura de todas las épocas y en todas las lenguas, dando lugar a un subgénero literario denominado por algunos como “libros de viajes”.
Existen muchos libros de viajes, pero para no extenderme demasiado, les citaré cuatro muy conocidos y de lectura casi obligatoria. El primero de ellos es La Odisea, poema épico atribuido al poeta griego Homero (928 a. C.). El poema narra la historia de Ulises, rey de Ítaca, y su viaje de diez años, aunque el poema realmente describe las últimas seis semanas, intentando volver a casa tras la Guerra de Troya. Cuando finalmente lo consigue, sólo su hijo Telémaco y una esclava lo reconocen; Ulises tiene que enfrentarse a los pretendientes que querían desposar a su mujer y usurpar su reinado, siendo restituido finalmente en su trono.
La segunda es un clásico de los años treinta del siglo pasado, Mientras agonizo (As I Lay Dying), de William Faulkner, una novela introspectiva que relata el camino emprendido por la familia Bundren para acompañar el cadáver de la matriarca a su localidad natal de Jefferson, Mississippi. Bajo el sol canicular de julio, junto a un ataúd en el que se descomponen los restos de Addie Bundren, los miembros de una particular familia avanzan irremisiblemente para ahondar en los diferentes grados de locura que padecen, poniendo de manifiesto el extraño paralelismo entre el nacimiento y la muerte que cualquiera que haya leído la novela se planteará con total seguridad.
Por supuesto, hablando de literatura de viajes, no podíamos dejar de citar Viaje a la Alcarria, escrita en 1948 por el insigne Camilo José Cela, del que hace poco comentábamos una divertida anécdota que protagonizó en una visita que realizó a Elche en los años 60. La novela narra el viaje de un habitante de Madrid que, zurrón al hombro, realiza un periplo por la comarca de Guadalajara, próxima a la capital de España.
Mi última recomendación es una novela postapocalíptica, de la que ya hemos hablado anteriormente, escrita en 2006 por Cormac McCarthy, ganador del Premio Pulitzer 2007: La carretera (The Road). Se trata de un viaje de un padre y su hijo, atravesando los EE. UU., que tienen que sobrevivir no ya solo a la intemperie, la devastación y las alimañas, sino también al mayor peligro que acecha al hombre: sus propios congéneres.
Sea como fuere, la lectura de estos libros invita a viajar; invitación que se ve truncada cuando vamos a repostar y comprobamos el precio de los carburantes. Es evidente que de los viajes de placer podemos prescindir o reducirlos, pero las personas que utilizamos el coche para ir al trabajo, o como herramienta laboral, tenemos un grave problema. No hay más que comprobar que los profesionales del transporte están iniciando movilizaciones que terminarán afectando a otros sectores, como ya está ocurriendo de hecho con el lácteo.
El Gobierno, entretanto, está intentado interponer una barrera entre la actual escalada inflacionista, que no lo es sólo de la energía, y su imagen como ejecutivo. La subida de los precios en España es la mayor de la Unión Europea y comenzó mucho antes de estallar el conflicto en Ucrania, pero para Pedro Sánchez, todo es culpa de Putin, mientras que la parte comunista del Consejo de Ministros nos insta a unos esfuerzos de contención y fiscales que no se aplican a sí mismos.
Parece ser que Podemos y los Sindicatos se niegan a bajar los impuestos porque, para ellos, es mejor pagarlos y después recibir dádivas de los que los recaudan. Argumentan que, si descienden los ingresos, el déficit y los servicios públicos se verían trastocados. Esa tonadilla de la bondad de los impuestos me suena. También la he oído en Elche en boca de destacados miembros del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento.
Sin embargo, ante la ecuación impuestos versus gasto público, hay otra variable que, paradojas de la vida, estos políticos nunca contemplan: bajar el gasto. Reduzcan ministerios, despidan “asesores” de todas las administraciones, dejen de impulsar políticas absurdas y verán como hay margen para bajar impuestos en España, en la Comunidad Valenciana y, por supuesto, en Elche.
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